Fecundación in vitro, el niño que no vino del frío. Mujeres Valientes

Fecundación in vitro… El niño que no vino del frío

Yo me sometí a una fecundación in vitro. Había sido madre en 1989, pero mi nueva pareja y yo queríamos ser padres y aunque mi instinto maternal estaba colmado por un hijo que ya tenía 17 años, siempre había pensado que volvería a tener otro.

Me realizaron todas las pruebas, previas a la fecundación,  en la Seguridad Social, concretamente en el Hospital Universitario Macarena de Sevilla. Por entonces contaba con 38 años y el ginecólogo que me atendió me previno que no entraría en la lista de espera porque ésta tardaba dos años.

Esos dos años sumarían 40 a mi edad y estaría fuera de plazo. Aún así decidimos que iniciaríamos el tratamiento, sin saber el largo camino que comenzábamos a andar y las consecuencias que éste tendría en mi organismo.

 

En el 2006 y con 39 años decidimos que era el momento para realizarme la fecundación in vitro

 

No podíamos esperar más tiempo y a punto de cumplir 40 íbamos a necesitar de mucha ayuda para poder quedarme embarazada.

Nos pusimos en contacto con el IVI (Instituto Valenciano de Infertilidad) Al llevar, prácticamente, todas los estudios realizados (análisis, pruebas VIH, histerosalpingografía, ecografías, etc), se suponía que iba a ser todo más sencillo.

El niño que vino del frío, así llamábamos a nuestra pequeña ilusión. Era como si estuviera ya embarazada. Nos sentíamos colmados, plenos y realizados porque en breve seríamos padres.

 

Nada podía fallar en la fecundación in vitro que me realizaría en breve

 

Hacíamos la fácil y matemática reflexión de que si yo ya había sido madre una vez, porque no habría de serlo otra. No sabíamos lo equivocados que estábamos.

Las pruebas estaban hechas, pero ahora empezaba un pequeño Vía Crucis hasta llegar al quirófano para la implantación.

De nuevo dormía con el termómetro junto a la cama. De nuevo me tomaba la temperatura nada más despertar y de nuevo, día sí y día también, era sometida a extracciones de sangre y ecografías.

Todo se repetía. No importaba porque nada podía fallar. ¿Lo he dicho antes? sí, pero quiero recalcar esa seguridad indolente y altanera que teníamos. Una seguridad que se tornaría en dolor cuando todo no resultó ser como esperábamos…

 

Primeras conversaciones con el ginecólogo que me atendería y realizaría la fecundación y vitro

 

No tenía porque haber problemas. Éramos una pareja sana, fuerte, yo había sido madre y no había ningún tipo de incompatibilidad que pudiera ser un impedimento.

Un ciclo de anticonceptivos fue el primer medicamento de una larga lista que me prescribieron.

Y la pregunta era: “¿Y mi marido, no tiene que tomar nada?” Absolutamente nada. Un simple espermiograma para ver las características “macroscópicas y microscópicas” del semen y “voilá”, toda la química para mi cuerpo.

Una vez terminado el tratamiento anticonceptivo llegaba el momento del Gonal ¿Que qué es el Gonal? Pues un fármaco que contiene la hormona fonículo estimulante y que se prescribe a las mujeres que nos sometemos a la fecundación in vitro. Para que se entienda mejor, es una estimulación controlada de la ovulación.

Gonal es caro, o mejor dicho, ¡muy caro!. Nosotros habíamos previsto todos los gastos, pero, por si acaso, hacíamos mil números por si tuviéramos que utilizar más de una caja.

No fue una, fueron tres. Tres y el resultado de tanto pinchazo fueron cinco ovocitos, de los cuales dos se “estropearon” y por lo tanto sólo tres darían lugar a los tres óvulos que me serían implantados.

Terror era lo que sentía cuando daban las diez de la noche en el reloj y veía a mi marido con la dichosa inyección en la mano para clavarla en mi barriga.

Le pedía que no viajara durante esa etapa, porque no me veía capaz de ponerme yo sola la dosis, pero no pudo ser. Tuvo que desplazarse a otra ciudad y ahí estaba yo: cerraba los ojos, apretaba los dientes, rezaba a todos los santos y me decía a mi misma que ese momento estaba bien empleado por el niño que vendría del frío.

Hormonas y más hormonas. La gente me preguntaba que si estaba embarazada. Y cómo no parecerlo: el pelo brillante, la piel  tersa y resplandeciente, el pecho como si estuviera amamantando y los labios carnosos y más gruesos. Pero no, no lo estaba. Así que teníamos que explicar que queríamos ser padres, pero como no podía serlo de forma natural, pues habíamos recurrido a la medicina y a sus avances.

Tengo que reconocer que fuimos muy desinhibidos durante esa época. A pocas personas les he oído contar que se estaban sometiendo a  un tratamiento de fecundación, pero yo tomé la decisión de no esconder lo que estábamos haciendo: era una experiencia que queríamos compartir porque era crucial en nuestra vida y en la de los que nos querían.

“Tu cuerpo está preparado”. ¿Ya? Una llamada, una ecografía y fecha para hacer la extracción de los ovocitos.

Llegaba la parte de la sedación. Entrar en quirófano no me hacía ninguna gracia, pero ese era el camino para llegar al final. Diez, nueve, ocho, siete…una mano me acaricia la frente, una voz me tranquiliza: “Ya está hecho. Todo ha salido bien”.

Ahora sólo quedaba esperar tres días los resultados del estudio cromosomático que nos recomendaron hacer, para comprobar si habría alguna incompatibilidad entre mi marido y yo, y en cuanto estuviera me realizarían la implantación.

Fin. No. Era jueves cuando me realizaron las extracción y domingo cuando nos llamó el patólogo para comunicarnos los resultados: “lo siento mucho. No hemos conseguido salvar ninguno de los ovocitos y por lo tanto no podemos finalizar el ciclo de fecundación in vitro y…bla, bla, bla”.

No escuchaba nada y no entendía las palabras técnicas que empleaba. Quedamos citados para reunirnos con el ginecólogo, él nos explicaría lo que había pasado y los pasos que tendríamos que seguir.

No podía ser, pero si yo había sido madre. Yo tenía un hijo. Yo me sentía plena para volver a serlo. Además, nadie me había dicho que podría haber un fallo antes. Después sí, pero no antes.

Éramos los dueños de un futuro planificado y perdidos en un presente que no habíamos previsto ¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer?. Ni mi marido sabía cómo consolarme a mí, ni yo tampoco sabía qué palabras emplear para hacer ese momento soportable.

Nos reunimos con el ginecólogo y enseguida lo asalté a preguntas ¿qué ha pasado? ¿por qué a mi? ¿para cuándo el próximo tratamiento de fecundación in vitro? ¿cuándo empezamos?

“María José, no te voy a engañar. Creo que no debería haber una próxima. Lo que sí os recomiendo es que comencéis a madurar la idea de utilizar una donación de óvulos”

Mi cuerpo nunca ha sido el mismo desde entonces. Mi mestruación, antes indolora y corta, se volvió dolorosa, larga y abundante, además de encadenar una tras otra. Me diagnosticaron endometriosis.

Raro era el año que no tenía que ir, en más de una ocasión, al ginecólogo de urgencias por una alteración en la regla, además de acudir a la revisión anual.

Era incapaz de llevar el control y más de una vez me tuve que realizar un test de embarazo, sabiendo en mi interior que no estaba embarazada (mi marido nunca lo supo. No quería causarle más pena).

Estoy convencida de que el ciclo de hormonación, al que estuve sometida, tuvo mucho que ver en lo que me ocurrió en los años posteriores.

Todos cuentan lo feliz que les ha hecho esta experiencia. El bebé tan hermoso, sano y fuerte que han tenido, pero todos callan a la hora de exponer los efectos negativos de una fecundación in vitro. Pues bien, aquí está el resumen de cómo lo vivimos nosotros y de cómo quedó mi cuerpo y nuestra mente.

Cuando salíamos de la clínica nos cruzamos con una pareja conocida. El primer momento fue violento para ellos (la ¿vergüenza? y el tabú del lugar en el que nos encontramos, y lo que habíamos ido a hacer allí quedaba reflejado en la forma en que nos hablaban).

 

Ellos lo habían conseguido… ¡Tendrían un hijo por fecundación in vitro!

 

Nunca olvidaré los ojos llenos de conmiseración con que nos miraron cuando les dijimos que nosotros no seríamos padres. Escuché sus palabras vacías y llenas de compasión, y me invadió un desconsuelo infinito.

Salimos de la clínica en silencio y agarrados fuertemente de la mano, y en ese momento, sin decirnos ni una sola palabra, fuimos consciente de que nunca vendría del frío ningún niño.

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MARÍA JOSÉ ANDRADE ALONSO
mjandrade@mujeresvalientes.es
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